¿Qué angustiosa opresión cae sobre mi conciencia, que ser de lo que fue sentí llorosas las venas de mi corazón?
Cárdeno líquido de las porosas venas deslizantes entre carne muerta de mi propio cuerpo inerte. Qué espesa materia congelada. Qué aullido de sádicas voces sangran, cuyo dolor deslizan sobre mi desgastada mente.
Los hilos de mi cuerpo. Hilos dominantes. Hilos adheridos a mis huesos blancos y tapados. Qué fina tela, parece ser de araña, cuyas diminutas cuerdas siento unidas a mí ser.
Vi en la niebla el principio de mi fin, andante con seguridad y con una aguja. Una simple, fría, plateada y ausente aguja de coser.
Esa solitaria silueta, silenciosa y tétrica. Maravillosa ausencia pudiera producirme en mi alma que sus pasos me concedieran el honor de retroceder tras de si.
Su ruido al andar me expulsó de mí ser interior y avivado. Se acercó a mí y me observó.
Qué linda muñeca. Dijo. Sus labios expresaron palabras mientras de su garganta salían tonos graves de voz.
Era un hombre. Un señor viejo y con una tercera pierna, cuya cabeza plateada de caballo parecía oxidada del cálido contacto de su mano apoyada y cuyo apoyo de madera oscura parecía viejo debido a sus avistadas grietas. Su traje era de gala pero no parecía ser nuevo, su color negro era de tono apagado y gastado, su pajarita blanca cuya blusa era del mismo color parecían amarillentas debido al paso del tiempo.
Mi mente comenzó a fabricar pensamientos, y estos servían ideas a mi conciencia de corazón y alma. Lo trágico fue que no tuviese vida el material del que fui creado. Por eso me fue imposible volver a hablar. Si, así es. Volver a hablar, como lo hacía antes.
Su piel. Piel como arrugado papel, y líneas imprentas en ella. Líneas azulinas y grises a la vez que trepaban por todo su interior hasta finalizarse en ese órgano rojo y palpitante.
Un corazón polvoroso y enfermo, sus latidos eran débiles y casi imposibles de captar. Qué vida tan poco avivada. Qué latir tan costoso…y doloroso…y cansado.
Vaya bolsillo de pantalón de seda, que tan grande parecía ser porque sólo cupieran esas frías y metálicas tijeras.
Sentir como venas cortadas, abiertas y sangrantes no es lo mismo cuyo hilo cuelga tenso de mi cabeza, haciéndome sentir flotante. Pero tampoco lo es el brazo de madera de mi hombro, ni mi mano colgada del antebrazo con tornillos inhumanos atravesándome carne artificial transformada en carcoma.
Cuerdas bloqueaban mi ser, haciéndome humana en parte material. Ahora están rotos.
Qué metales afilados acabaron con mi agonía, cuyos sables parecían ser cuando chocaban sus punzantes filos. Cuyo sonido metalizado cortaba el adherido, espeso ambiente.
Hilos de lana caían. Libre y viejos hilos de lana negra.
Mis ojos fríos y cristalinos, semejantes al cristal no se movían como cualquier cosa viva, pero si sentían los maravillados y opacos quevedos que llevaba su mirada postiza.
Me miraban. Como si viera a una muñeca blanca y suave de porcelana, con rizos rubios artificiales cayendo de mi cabeza, dando una imagen adorable con mis ojos azulinos. Azul en trozos de cielo. Como un juguete que soy y seré. Y no como una humana que fui.
Su mano me alcanzó, una vez cortó mis hilos de títere. Me sentía libre pero no me sentía yo porque ya no estaba atada a nada. Ya no era de propiedad de nadie.
Según me cogía, y en la forma en la que me trataba llegue a una escasa y dudosa conclusión.
Sus manos me acariciaban, y me cogían como un bebé. Con suma suavidad me metió en una caja de terciopelo violáceo oscurecido; que con algo de atención conseguí que me oliera a incienso de lavanda. El ataúd de cartón se cerró y todo quedó en penumbra, sin ninguna luz.
De lo último que recuerdo para terminar estas memorias de una triste y casi ya fallecida humana convertida en muñeca, fue mi apodo como ser inmortal.
Su voz quedó colgando en el ambiente, a su vez que me dejaba en un pequeño y triste teatro. Uno de muñecos. Sentada en una simple silla al lado de miles de decenas de miradas tan cristalinas como las mías. Todos tan quietos como yo. Todos tan sensibles como yo.
El ser de mi cazador de almas se iba esfumando como humo de nicotina al fumarse. Se le acababa el tiempo, porque era un ser finito y temporal.
Me acarició el pelo, y dijo con una voz dulce y mayor:
-Tu ser no cabe en tu cuerpecito para moverse, porque tan grande es como el mío.
Te atraviesas los ojos y haces sentir a los ajenos lo que de vuestro corazón ya no late.
Estas muerta por fuera pero sigues viva por dentro, como madera de la que estas fabricada.
Sé que si pudieras hablarme lo harías con gusto y satisfacción pero también sé que prefieres saber no hablar a callar.
Cuando te encontré en esa estantería de compañía ambulante pensé que si estuvieras conmigo estarías mejor cuidada, y mira que no me equivocaba.
Hace mucho que no te separas de mí, y ahora soy yo el que me tengo que ir.
Por eso quiero que se quede imprenta en tu mente de muñeca el nombre que tanto he pensado para ti.
Tales son las flores rosas que cuando mueren y marchitan cambian de color y oscurecen.
Y tales son los colores de la vida de mi Violácea que sólo me hacen pensar en un color.
Un color oscuro y de toque inmortal.
Algo que solo se sabe llevar si le guardas silencio para no malgastar.
Esto es lo único que dejo para ti. Para mi muñeca. Mi querida y humana Violácea.
Narccisus Kovolsqi.
Su voz se apagó. Y finalmente expiró.
Cárdeno líquido de las porosas venas deslizantes entre carne muerta de mi propio cuerpo inerte. Qué espesa materia congelada. Qué aullido de sádicas voces sangran, cuyo dolor deslizan sobre mi desgastada mente.
Los hilos de mi cuerpo. Hilos dominantes. Hilos adheridos a mis huesos blancos y tapados. Qué fina tela, parece ser de araña, cuyas diminutas cuerdas siento unidas a mí ser.
Vi en la niebla el principio de mi fin, andante con seguridad y con una aguja. Una simple, fría, plateada y ausente aguja de coser.
Esa solitaria silueta, silenciosa y tétrica. Maravillosa ausencia pudiera producirme en mi alma que sus pasos me concedieran el honor de retroceder tras de si.
Su ruido al andar me expulsó de mí ser interior y avivado. Se acercó a mí y me observó.
Qué linda muñeca. Dijo. Sus labios expresaron palabras mientras de su garganta salían tonos graves de voz.
Era un hombre. Un señor viejo y con una tercera pierna, cuya cabeza plateada de caballo parecía oxidada del cálido contacto de su mano apoyada y cuyo apoyo de madera oscura parecía viejo debido a sus avistadas grietas. Su traje era de gala pero no parecía ser nuevo, su color negro era de tono apagado y gastado, su pajarita blanca cuya blusa era del mismo color parecían amarillentas debido al paso del tiempo.
Mi mente comenzó a fabricar pensamientos, y estos servían ideas a mi conciencia de corazón y alma. Lo trágico fue que no tuviese vida el material del que fui creado. Por eso me fue imposible volver a hablar. Si, así es. Volver a hablar, como lo hacía antes.
Su piel. Piel como arrugado papel, y líneas imprentas en ella. Líneas azulinas y grises a la vez que trepaban por todo su interior hasta finalizarse en ese órgano rojo y palpitante.
Un corazón polvoroso y enfermo, sus latidos eran débiles y casi imposibles de captar. Qué vida tan poco avivada. Qué latir tan costoso…y doloroso…y cansado.
Vaya bolsillo de pantalón de seda, que tan grande parecía ser porque sólo cupieran esas frías y metálicas tijeras.
Sentir como venas cortadas, abiertas y sangrantes no es lo mismo cuyo hilo cuelga tenso de mi cabeza, haciéndome sentir flotante. Pero tampoco lo es el brazo de madera de mi hombro, ni mi mano colgada del antebrazo con tornillos inhumanos atravesándome carne artificial transformada en carcoma.
Cuerdas bloqueaban mi ser, haciéndome humana en parte material. Ahora están rotos.
Qué metales afilados acabaron con mi agonía, cuyos sables parecían ser cuando chocaban sus punzantes filos. Cuyo sonido metalizado cortaba el adherido, espeso ambiente.
Hilos de lana caían. Libre y viejos hilos de lana negra.
Mis ojos fríos y cristalinos, semejantes al cristal no se movían como cualquier cosa viva, pero si sentían los maravillados y opacos quevedos que llevaba su mirada postiza.
Me miraban. Como si viera a una muñeca blanca y suave de porcelana, con rizos rubios artificiales cayendo de mi cabeza, dando una imagen adorable con mis ojos azulinos. Azul en trozos de cielo. Como un juguete que soy y seré. Y no como una humana que fui.
Su mano me alcanzó, una vez cortó mis hilos de títere. Me sentía libre pero no me sentía yo porque ya no estaba atada a nada. Ya no era de propiedad de nadie.
Según me cogía, y en la forma en la que me trataba llegue a una escasa y dudosa conclusión.
Sus manos me acariciaban, y me cogían como un bebé. Con suma suavidad me metió en una caja de terciopelo violáceo oscurecido; que con algo de atención conseguí que me oliera a incienso de lavanda. El ataúd de cartón se cerró y todo quedó en penumbra, sin ninguna luz.
De lo último que recuerdo para terminar estas memorias de una triste y casi ya fallecida humana convertida en muñeca, fue mi apodo como ser inmortal.
Su voz quedó colgando en el ambiente, a su vez que me dejaba en un pequeño y triste teatro. Uno de muñecos. Sentada en una simple silla al lado de miles de decenas de miradas tan cristalinas como las mías. Todos tan quietos como yo. Todos tan sensibles como yo.
El ser de mi cazador de almas se iba esfumando como humo de nicotina al fumarse. Se le acababa el tiempo, porque era un ser finito y temporal.
Me acarició el pelo, y dijo con una voz dulce y mayor:
-Tu ser no cabe en tu cuerpecito para moverse, porque tan grande es como el mío.
Te atraviesas los ojos y haces sentir a los ajenos lo que de vuestro corazón ya no late.
Estas muerta por fuera pero sigues viva por dentro, como madera de la que estas fabricada.
Sé que si pudieras hablarme lo harías con gusto y satisfacción pero también sé que prefieres saber no hablar a callar.
Cuando te encontré en esa estantería de compañía ambulante pensé que si estuvieras conmigo estarías mejor cuidada, y mira que no me equivocaba.
Hace mucho que no te separas de mí, y ahora soy yo el que me tengo que ir.
Por eso quiero que se quede imprenta en tu mente de muñeca el nombre que tanto he pensado para ti.
Tales son las flores rosas que cuando mueren y marchitan cambian de color y oscurecen.
Y tales son los colores de la vida de mi Violácea que sólo me hacen pensar en un color.
Un color oscuro y de toque inmortal.
Algo que solo se sabe llevar si le guardas silencio para no malgastar.
Esto es lo único que dejo para ti. Para mi muñeca. Mi querida y humana Violácea.
Narccisus Kovolsqi.
Su voz se apagó. Y finalmente expiró.
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